07 junio 2015

De Montería a Cartagena en 1943



Río Sínú
Mi ciudad natal, Montería –para el lector desprevenido–, está atravesada por el majestuoso río Sinú. Siempre he soñado con recorrerlo y lanzarme a la aventura para encontrar inspiración en este. ¿Qué escritor podría resistirse a la mística y nostalgia que nos evoca el río? Esta historia la escuché con fascinación de mi abuelo paterno, Androcles Puche Puche (1930). Él, hombre con un instinto prodigioso del arte de narrar y una memoria asombrosa –y a quien agradezco su disposición y dulzura–, será el narrador de esta historia.
Por William Puche Barraza | @liampuche | guilianpuche@gmail.com
Texto y fotografías: William Puche Barraza
Publicado en la Revista Bitácora de la Universidad EAFIT | mayo de 2015

“Te vas para Cartagena”

En Montería no había colegio de bachillerato. Así que había que irse a estudiar en Cartagena, en Medellín o en Bogotá. Estamos hablando del año 1942. Como yo era muy avanzado en los estudios, y me gustaba mucho estudiar, mis papás –Pedro Manuel Puche Gómez y María Juliana Puche Castellano– resolvieron mandarnos para Cartagena a estudiar bachillerato a mi hermano Lisipo y a mí.
Cartagena era la opción más fácil porque se viajaba por el río Sinú. En esa época no había carreteras. De Montería a Cereté se seguía un camino polvoriento por toda la orilla del río Sinú –porque era la parte más alta–, y uno iba de pueblo en pueblo: Mocarí, Garzones, Mateo Gómez, hasta llegar a Cereté.
Un viaje terrestre de Montería a Cereté en esa época era horrible. Uno viajaba en caballo y en el verano viajaban unas chivas de madera que andaban muy despacio. “Las chivas de Argeo”, me parece que era el nombre.

La Montería de la época


Yo solamente había salido a Cereté todos los años donde mis tías. Apenas llegaba uno lo primero que te daban era un purgante para sacarle las lombrices. Mis tías vivían en la Calle del Comercio, cerca a una bomba de gasolina. Ahí estaba la casa. Así que cuando yo iba a Cereté a pasear, que estaba pelaíto, una muchacha que se llama Sol, me recuerdo, que era la aya (nana) mía, me llevaba todas las tardes al puente a las cuatro y media, cinco de la tarde. Ese era el paseo de todos los días cuando yo estaba de vacaciones.

Catedral San Jerónimo de Montería 

Anteriormente, las lanchas salían de la orilla del río que está frente a las Torres Garcés. Ahí estaba el mercado público que venía desde la calle 30 hasta la calle 31, la Bonga del Sinú en la calle 30; y ahí había un planchón y una casa flotante que servía para hacer las necesidades físicas de las personas que estaban en el mercado.
Más abajito estaba un parque que se llamaba el Monumento a la Bandera. Y estaba donde ahora está la Ronda del Sinú. Tenía unas fuentes muy bonitas y ahí se hacían todos los homenajes y desfiles militares del 20 de julio. Eso lo regaló el médico y odontólogo Ramírez Arjona que vivía acá en Montería. Ahí llegaban las lanchas. No había malecón en ese momento.
Creo que fue en el año 36 cuando yo vi, una noche que fui allá, que llegó una lancha grande, de láminas de acero, que se llamaba La Ciudad de Montería.

"Esa era una lancha de dos pisos, toda una fantasía, que viajaba a Panamá y viajaba a Montería. Fíjate tu cómo sería el río Sinú de bueno en esa época, de profundo. Esa lancha viajaba por el mar y venía hasta Montería".


Y ahí yo la vi en el año 36 –más o menos, creo– que llegó el hermano mío, Plutarco, que estaba estudiando en Cartagena. Y llegó como a las –ponte: ¿qué horas serían?– como las 10 de la noche y nos trajo unas cosas para diciembre. Y la lancha era un espectáculo de dos pisos y bien iluminada, eso tenía una cantidad de focos, un espectáculo lindísimo: ¡nunca se me olvida eso!

Y tampoco se me olvida porque el hermano nos trajo unos carritos de cuerda que corrían bastante. Llegamos a la casa y no nos quisimos acostar temprano por estar jugando con los carros.

Cualquier día perdido de enero del 43

Bonga del Sinú

El viaje de Montería a Cartagena se hacía en lancha. Posteriormente vinieron las barquetonas, que eran unos veleros. Pero primero había una lancha que era para los estudiantes principalmente, pero que también se iba todo el mundo y viajaban en esa cosa. Recuerdo que se llamaba La Montería. Una lancha de madera, pequeñita de 40 metros en promedio de largo por, –¿cuántos metros podría tener esa vaina?–, 5 o 6 metros de ancho, ¿ya? Tenía también un camarote para el capitán y la parte de arriba, bastante alta para poder mirar, donde estaba el piloto, tenía en la partecita de atrás una camita para acostarse cuando el capitán se cansaba y otro piloto lo reemplazaba.
Además tenía un baño en la parte de atrás cerca al área donde el cocinero preparaba la comida. El cuarto de máquinas estaba de la mitad pa’trá de la lancha. De ahí salía el eje que movía la hélice que la propulsaba. Esas lanchas tenían un motor de camión, un Caterpillar, al que le adaptaban el eje y le ponían sus hélices.
Y por último, las bodegas donde iba la carga y el equipaje. La lancha tenía por cada lado unas bancas largas de madera, donde nos sentábamos los pasajeros, que estaban cubiertas por un techo de madera. Uno se montaba ahí arriba con toda esa pela’era [grupo numeroso de amigos] y el capitán no decía na’.
En esa época no existían los chalecos. ¡Nada! Así como uno se iba vestido, así llegaba a Cartagena. Si la lancha se hundía, había que nadar hasta la orilla pa’ salvarse, ¿ya? Eso andaba muy pero muy lento, pero al fin y al cabo: viajaba.


¡Todos a bordo!



Montería


Salíamos de Montería entre las ocho y media y nueve de la mañana de El Malecón, donde está hoy el muelle turístico de la Avenida Primera. Ese lugar era un puerto de atraque y lo hicieron en el año 38 y lo terminaron en el 42, me parece.
"Ese puerto olía delicioso. La brisa venía del otro lado del río, fresquecita. Pura brisa fresca del campo. Uno respiraba aire fresco, sabroso".
Tú pagabas tu pasaje y te daban comida abordo. Uno comía durante el recorrido lo que preparaba el cocinero: arroz, carne, plátano, queso, yuca, sopa con carne y tomábamos agua o guarapo y listo. En el desayuno le daban a uno café con leche, huevo, plátano: ¡un desayuno bueno! Era comida muy buena porque era barata. No recuerdo cuánto costaba el pasaje pero eso era barato.
En esa época no existían las maletas: existían baúles. Entonces cuando uno viajaba, uno iba con unos baúles de madera, muy chéveres, lindos, algunos decorados y toda la vaina, con llave: ¡No, no, no! ¡Eso era una verraquera! Venían con una chacita que tu la quitabas, debajo ponías los pantalones, y la ropa y no se arrugaba. Tu sacabas las cosas tal cual como venían de allá porque era de madera.
Los baúles tenían todos los precios que tú quieras y había de distintos tamaños. Un baúl para un colegial, pa’ meter la ropa, los libros y las vainas, era pequeño realmente. Y claro, pesaba lo que le metieras: si le metías piedras (risas) o plomo (risas) pesaba. Pero eso tenía sus orejas para cargarlo así que no había problema.
En un viaje en verano, por ejemplo, había playas al frente del mercado, como la Playa Brígida –máxima, una playona bien grande–. Las partes más profundas del río Sinú están del lado del malecón. Entonces ese malecón lo hicieron para evitar que el río se comiera a Montería, ¿ya? Porque el río venía por ahí por ese lado.
La parte profunda del río era por donde navegaban las lanchas. Entonces los capitanes de las lanchas –los prácticos– se sabían dónde estaba un tronco enterrado porque se formaban bolitas en el río. Eran unos prácticos verracos. Sabían por donde debían coger de acuerdo a la corriente. Además que se conocían en el verano el río y ya sabían por dónde era la parte más profunda. Hacíamos paradas en cada pueblo que pasábamos para subir pasajeros. Eso era como los buses.

Boca de La Ceiba

Recuerdo que ya adentrados en la Boca de la Ceiba se formaba una playa grande y el río Sinú tenía una salidita –un caño–. Ahí el río se ponía muy bajito, entonces la lancha encallaba en algún banco de arena. Y nos bajábamos de la lancha nosotros pa’ empujarla. Así que nos poníamos el pantalón de baño y listo. Nos mojábamos un rato en el río. Eso era un paseo sabroso porque éramos estudiantes. Eso fue a principios del 43.
Río Sinú

Yo iba a cumplir 13 años en el mes de marzo. En esa época uno no usaba pantalón largo sino cuando tenía 15 años. La echada de los pantalones largos era a los 15 años y uno como pelao no se podía poner pantalón largo. Ya uno bien grandotete y con los pantalones corticos. Así que uno andaba con los pantalones por la rodilla.
"Entonces ya a los 15 años eso era una vaina –una verraquera– cuando uno decía: “Ya tengo los pantalones largos”. Esa vaina era un espectáculo. ¿Cómo han cambiado los tiempos?"

En fin, volviendo al viaje, ahí en la Boca de la Ceiba nos bañábamos un rato y luego desencallábamos la lancha. Nos subíamos y seguíamos con el recorrido. Toda la ropa se secaba encima con la brisa y el sol: ¡eso no pasaba na’! Llegábamos a Cereté y ahí la lancha llegaba hasta el puente de madera de Cereté que quedaba en la calle del Comercio, que reformaron recientemente.

Cereté

La lancha llegaba antes del puente de Cereté. Ahí recibían las mercancías que iban a mandar a Cartagena, los pasajeros que se iban a embarcar y los que viajan de Montería que se iban a bajar en Cereté. Entonces, daba la vuelta la lancha y seguíamos. Y regresaba hasta un sitio donde va el caño principal del río.
Ahí, mientras íbamos subiendo el río, siguiendo su curso principal, en la corriente del caño Bugre –que por cierto, se está secando y están tratando de recuperarlo–y que en esa época era profundo hasta en el verano, había una casa que se llamaba La Bodeguita. ¿Por qué se llamaba La Bodeguita? Porque había una bodega en donde se guardaba el azúcar que llevaban en un tren que venía de Berástegui –que era donde estaban las fincas de Rojas Pinilla–.

Todo eso de Berástegui era cultivo de caña de azúcar y había una fábrica de azúcar en el pueblo de Berástegui. Y entonces había un ferrocarril que recogía el azúcar y la llevaba hasta la fábrica. Y después el ferrocarril, cuando ya los sacos de azúcar estaban listos, los llevaba a La Bodeguita para que los montaran en las lanchas.

"Recuerdo que habían dos fábricas de azúcar aquí en la Costa: una en Cartagena –el ingenio de Sincerín– y la de acá de –el ingenio de Berástegui–. Esos eran los dos que había".


En fin, seguíamos bajando por el río y llegábamos a Carrillo. En Carrillo nos estaban esperando los pasajeros, muchos de ellos de San Pelayo –que venían de allí como a un kilómetro y medio–, y se embarcaban. Así que seguíamos el viaje bajando por el río hasta que llegábamos a Lorica.

Santa Cruz de Lorica

Mural a Lorica en el Malecón La Muralla en la avenida Olaya Herrera.
Santa Cruz de Lorica.

El atracadero de Lorica era un espectáculo. Era lindo porque las casas eran de material, de dos pisos y fachadas hermosas, y muy elegantes, de estilo republicano. Y tenía un mercado colorido ahí abajo donde había comida, pa’ comprar vainas: de todo, desde el tipo que te ofrecía pa’ venderte una máquina de coser hasta unos chivos traídos de La Guajira. Esa era La Plaza de Mercado.

"Eso olía al vapor de los sancochos, al olor que destilaban los bocachicos secándose al sol, a estiércol, al bochorno de la gente. Las canoas, los pescadores, los miembros de las tripulaciones, los barcos: ¡era lindo ese espectáculo!".
Eso era un bullicio. Los graznidos de las gaviotas, los gritos de los comerciantes ofreciendo mercancías a precios de ganga, el acento de los libaneses vendiendo telas, los ladridos de los perros que buscaban algún pedazo de comida, los goleros husmeando en la basura, los niños que pasaban jugando: ¡eso era una verraquera! Entonces allí atracaba la lancha y paraba cerca de las escalones en forma de gradas en el malecón.
Ahí en Lorica era el sitio donde venían las lanchas que llegaban de Panamá. ¿Por qué? Porque Lorica se convirtió en un puerto exportador de carne salada. Y ahí llegaban buques como el Santa Fe –que era de dos pisos– y el Cristóbal Colón, que era otra lancha que se hundió en una vuelta bajando de Lorica–. Y pasaban las lanchas por arriba y ni siquiera tropezaban con el buque.
¿Cómo estaría de hondo el río Sinú en esa época? Entonces pasábamos de Lorica y llegábamos a La Doctrina. Allí había otros pueblitos que estaban a los lados que se llamaban El Palo de Agua, Nariño, Cotoca Abajo y otros que ahora no recuerdo. Después de La Doctrina llegábamos a San Bernardo del Viento.

***
Nota de paso. Recuerdo que en uno de los viajes de Montería hacia Cartagena, antes de llegar a San Bernardo del Viento, el motor de la lancha se dañó porque tuvo una avería en una zapatilla. Olía a caucho quemado y quedamos ahí impulsados por la corriente del río. Así que la lancha atracó al lado del río, en una orilla amplia, y el Capitán y sus prácticos nos dijeron: “¡Bueno!, pueden bajarse aquí mientras buscamos el repuesto. ¡Eso sí! No se vayan a ir”.
"Así que los prácticos se fueron en una canoa a buscar esos repuestos que necesitaban. ¿Qué te digo?, eso lo ponían encontrar en los pueblos cercanos que eran San Bernardo del Viento o Lorica. O de pronto con otra lancha amiga que se encontraran en el camino porque todas tenían los mismos motores".

Así que nos bajamos y salimos a caminar con los muchachos por ahí en esas tierras. Eso era puro bosque, árboles y cultivos hasta donde uno alcanzaba a ver. De repente vimos una casa de madera y de techo de palma allá a lo lejos. Había como tres o cuatros árboles bastante grandes que sobresalían detrás de la casa que tenían unas frutas amarillas. Llegamos y nos recibió una señora. Le preguntamos qué eran esos frutos amarillos.
–Esas son grosellas –nos respondió. Ninguno de nosotros habíamos visto eso antes.
–¿Y se comen? –le preguntamos.
–Sí. ¿Quieren algunas? Aquí sobran y muchas veces se pierden –nos dijo la señora. Y nos llenamos los bolsillos de grosellas para el viaje y empezamos a comerlas.
Después de seguir caminando por ahí, nos fuimos entonces para donde estaba la lancha. Esperamos ahí como una hora mientras llegaban los prácticos y reparaban el motor.
Ya luego de que los tipos arreglaron el asunto y volvimos a navegar, durante el corrido en la noche, todos teníamos dentera, que es cuando le duelen a uno los dientes por el ácido de la fruta. Ya nadie quería comer grosellas. ¡Nos aburrimos de comerlas! Entonces empezamos a tirarnos las grosellas los unos a los otros como una guerra de guerrilla. Esas grosellas volaban por todos lados. –“¡Va roto!”–, le decíamos al que se dejara pegar. ¡Y esas vainas que pegaban más duro! Al final, las municiones de grosellas se acabaron y se terminó la tiradera de grosellas que teníamos. ¡Y ese capitán se reía y no nos decía na’!

***

San Bernardo del Viento

Cuando llegábamos a San Bernardo del Viento eran más o menos las cinco de la tarde. Ahí bajaban la carga, subían bultos, mercancía y de cuanta vaina. Así que mientras re-acomodaban todo en el embarque, decía el capitán: “Bueno, vamos a bajarnos media hora”. Y uno se bajaba de una vez y se metía al pueblo ese a comprar bocadillo. Ahí vendían unos bocadillos: ¡qué cosa tan bella!
Cuando salíamos del puerto de San Bernardo del Viento ya eran las seis de la tarde. Estaba oscuro. Ya era de noche y en el pueblo prendían las luces. Así que desamarraban la lancha y salíamos otra vez.

"El pueblo lo habíamos dejado a nuestras espaldas y cada vez se veía más lejano en el horizonte".

Al cabo de una hora de trayecto, viajando a toda máquina, miraba uno hacia el frente y veía un pueblo a lo lejos con unas luces prendidas y preguntaba:
–¿Y ese pueblo cuál es?
–San Bernardo del Viento –decía alguien.
–¿Cómo? ¿Pero si está ahora de frente? –pensaba extrañado.
Bueno, seguíamos viajando y ¡dele, dele, dele, dele! Era como si viajáramos hacia una oscuridad incesante. De repente se veía a la derecha de la lancha otro pueblo a lejos lleno de lucecitas titilantes.
–¿Y ese pueblo cuál es? –volvía a preguntar.
–Ese es San Bernardo del Viento –contestaba alguna voz.
El único pueblo que estaba ahí era San Bernardo pero aparecía y desaparecía en diferentes direcciones. A veces más cerca, a veces más lejos. A la izquierda o a nuestras espaldas. ¿Por qué? Porque el río, después de San Bernardo del Viento, comienza a ser demasiado sinuoso. Tiene muchas vueltas.

"Toda la noche no sentíamos más que la brisa golpeándonos las caras y el fuerte ruido del motor de la lancha".

Ya en un momento las luces de San Bernardo del Viento se perdían completamente a la distancia en esa densa oscuridad. ¡Y ese cielo lleno de estrellas! Era como estar envuelto en una soledad infinita.
Así que llegábamos entonces a la Boca del Sinú, que conectaba con la Bahía de Cispata –o Cispatá como le dicen ahora–, que queda cerca de Coveñas, a eso de la medianoche.
–¿Pero entonces? ¿Qué pasa? ¿Por qué tan tarde a medianoche? –le preguntaba al Capitán. Y me decía el tipo:
–Es que tenemos que llegar al mar, a la desembocadura, de noche porque aprovechamos la pleamar.
Hay dos cosas que se llaman la “bajamar” y la “pleamar”. El mar sube y baja a determinadas horas del día. En la noche, sube y en el día, baja. Así que cuando llegaba el piloto a ese lugar iban en la proa de la lancha dos marineros. Uno en el lado derecho y el otro en el izquierdo, con unas palancas midiendo la profundidad. Y decían: “6 pies”, “5 pies”, y con una campanita que tocaban le decían al maquinista que aumentara la velocidad, disminuyera, que virara a estribor o cualquier vaina.
Los prácticos esos habían adecuado unos postes de madera en el interior de la lancha para que los pasajeros pudiéramos guindar las cabuyas de las hamacas. Algunos llevaban sus hamacas, otros no, ¿ya? Ahí la gente se acomodaba como podía para dormir. Algunos dormían sentados, de medio la’o, con las piernas recogidas, apoyados en las bancas. O sino, recostados al lado del otro. Como se pudiera a pesar del mareo o el movimiento de la lancha, ¿ya? Así seguíamos navegando hasta que llegábamos en la madrugada.

Coveñas
En Coveñas ya entrábamos en el Golfo de Morrosquillo. Ahí recuerdo que había una vaina de unos gringos que mandaban unas mercancías y cargas para Cartagena. Ahí llegábamos a un campamento que ellos tenían allá y despachaban muy rápido lo que iban a montar.
¿Qué mandaban para allá? ¡Yo no sé! Hay una obra del loriquero David Sánchez Juliao, en unos cassettes que echaban el cuento de El Pachanga, que usaba su camión para montar a las muchachas para llevárselas a los gringos o pa’ “jarriar gringos. Ese cuento habla de eso precisamente. De Coveñas zarpábamos entonces para Tolú.

Coveñas

Tolú

Cuando entrábamos a Tolú ya era la madrugada del día siguiente. Eran la tres de la mañana. El frío de la madrugada era bravo: bien intenso. En Tolú ya era mar. Ya no era bahía como en Coveñas. Como ya no podía atracar, la lancha quedaba en la mitad del mar, allá afuera. Echaban el ancla y esperábamos que los muchachos, que venían de lo que hoy es Sucre, llegaran en canoas de remos para lograr montarse en la lancha. Es decir, los trasladaban desde la orilla que estaba allá, lejos, hasta donde estábamos nosotros en la lancha.
Mira: estudiantes de Sincelejo, Corozal y de otros pueblos llegaban ahí. Una vez se montaban los muchachos, y acomodaban la vaina, zarpábamos de Tolú, ahí en el Golfo de Morrosquillo, y bordeábamos toda la punta del golfo hasta Punta de San Bernardo, pasábamos entre la Isla San Bernardo, que uno la veía ahí cerquitica, dábamos una curva bien abierta a la derecha y salíamos a mar abierto.

"De ahí, ¡dele pa’rriba! En ese lugar la brisa era bastante tibia. El mar se veía dorado y parecía una pista de aterrizaje de lo tranquilo que estaba".

En ese momento ya se empezaban a ver los primeros rayos del sol y se hacían cada vez más visibles los contornos horizontales del cielo y el mar.
“Allá a lo lejos se alcanza a ver Isla Palma, y más allá, con mucho esfuerzo, un puntico verde, la Isla Ceycen… ¡Claro! ¡Si la Tierra fuera plana!”, decían los prácticos. Todo el recorrido de ahí pa’lante era tranquilito hasta que llegábamos a Punta de Tigua.


Punta de Tigua
Cuando ya salías a este lugar, ¡ay carajo!, ahí sí recibías de lleno el mar, con las olas, el movimiento. ¡Ahí sí era mar bravo! Ya no era como acá que íbamos suavecito: ahí si era mar abierto. ¡Ahí sí tenía que agarrarse uno y dejar de mamar gallo con los muchachos! (risas). ¡Ahí sí el viento silbaba y el oleaje era cosa seria!
Esas olas eran altas y alcanzaban a bañar un pedazo de la cubierta de la lancha. Sentías el vacío en el estómago con cada salto que daba la lancha. El recorrido se hacía cerca de la costa así que uno iba viendo la playa. Esas lanchas no tenían los requerimientos técnicos de ahora como para aventurarse muy lejos, ¿ya? Pero ese mar sí era cosa seria.
Cuando pasábamos Punta de Tigua totalmente, navegábamos por Boca Matuna, Boca Portobelo, Boca Flamenquito y otros lugares que ahora no recuerdo. Seguíamos derecho por toda la costa hasta que llegábamos a Punta Barbacoas. Ahí la lancha hacía una ligera curva hacia la derecha, hacia adentro, y llegábamos a la Bahía de Barbacoas, que es donde desembocaba el Canal del Dique.


***
Nota de paso. Recuerdo que en un viaje, cuando pasábamos por Tigua, se le partió el timón a la lancha y quedamos sin timón (risas). Quedamos un buen rato esperando a la deriva de las olas. ¿Cuánto habremos esperado? ¿Una hora, tal vez? No recuerdo exactamente. Así que esperamos a que pasara otra lancha y nos halaron con unas cabuyas hasta las costas cerca de San Onofre.
En fin, ahí paramos en una ensenadita cualquiera, para que los tipos pudieran meterse debajo de la lancha para ponerle nuevamente el timón. Ahí esperábamos mientras arreglaban el asunto. Una vez veían los marineros que funcionaba la vaina, volvíamos a zarpar.

***

Mar Caribe

El Canal del Dique

Cuando llegábamos a la desembocadura del Canal del Dique, ahí en la bahía de Barbacoas, ¿qué hora era?, más o menos las once de la mañana o doce del día. Ahí se veían a mano izquierda, cerca, aunque estuviesen por allá, lejos, y con mucho esfuerzo, las Islas del Rosario.
Ya ahí el mar era azul verdoso tranquilito-tranquilito: ¡sabroso! Ya el día estaba claro y el cielo estaba azulito acompañado de un sol metálico. ¡Candelilludo! Cuando entrábamos en la bahía de Barbacoas, la lancha se metía a contracorriente por el caño del Estero. El caño del Estero ya eso hoy no existe.
Poco a poco se fue sedimentando hasta que desapareció por completo. Ese era un paso que unía el mar de la bahía de Barbacoas con el Canal del Dique. Eso era pura agua salada. La lancha pasaba derechito por ahí. Así que navegábamos como 30 o 40 minutos y ¡dele y dele y dele y dele! hasta que salíamos al Canal del Dique. Ahí la lancha le ganaba al curso de la corriente del agua haciendo un pequeño giro a la izquierda, y empezaba a subir por el Canal del Dique. Eso era una sola línea recta en que la lancha iba navegando a contracorriente.
A los 40 minutos por ahí veías, a mano derecha, un pueblo de negros que llama Pasacaballos a lo lejos. Uno allá no llegaba sino que uno lo veía: “Allá está el pueblo ese”. Y seguías navegando ¡RA! ¡RA! ¡RA! hasta que por fin: ¡llegabas a la bahía de Cartagena!

Bahía de Cartagena



Interior del Fuerte San Fernanco de Bocachica, isla de Tierra Bomba
Cuando entrábamos en la bahía ya eran como las dos de la tarde. Ahí pasábamos a lo lejos, a nuestra izquierda, el fuerte San José, y más atrasito el fuerte San Fernando de Bocachica en la isla de Tierra Bomba. Ahí era donde tenían los españoles puestas unas torres y murallas para que los buques no entraran por ahí. Porque Bocagrande lo taparon para que no entraran por allá. Le tiraron un poco ‘e piedras entonces los buques no podían entrar por Bocagrande. Tenían que entrar por Bocachica. Y ahí, de ambos lados, tenían los dos fuertes para bombardearlos: ¡PA! ¡PA! ¡PA!
Bueno, ahí seguíamos navegando muy cerca de Tierra Bomba y ahí uno veía las casitas del pueblo, la gente pescando en canoas y una de que otra lancha. A partir de ese momento ya uno sabía que faltaba poco para llegar porque se alcanzaba a divisar el Cerro de la Popa, muy a la distancia en el horizonte, al lado derecho de la lancha.
Después pasábamos por otro pueblo de Tierra Bomba que se llama Caño de Loro. Ahí veíamos el Lazareto de Caño de Loro. En ese lugar fue donde trasladaron el leprocomio del hospital de San Lázaro de Cartagena, que era donde anteriormente internaban a todos los pacientes que tenían lepra. Seguíamos navegando y nuevamente el Convento de la Popa aparecía a lo lejos pero ahora a la derecha de la lancha.

"A medida que íbamos navegando, y nos acercábamos más, veíamos a mano derecha Isla Brujas. Ya era frecuente encontrarnos también con más barcos y lanchas que navegaban por ahí. ¡Y dele, dele, dele!".

Recuerdo que en ese momento el sol pegaba por el lado izquierdo de la lancha. Cuando mirábamos allá atrás en el horizonte, bien pequeñita y verdosa, la isla de Barú, que en realidad es una península pero así la llaman ahora. ¡Y siga, siga y siga! En el cielo se veían los pelícanos y alcatraces volando en manada. De repente, aparecía Isla Maparapita a mano derecha. Y nada que nos acercábamos a la ciudad que teníamos de frente.
Ya medio blanqueceando se miraban en el fondo las casitas, los techos de las Iglesias, las murallas, las Torres del Reloj y la misma Cartagena allá lejísimos. Al rato nos encontrábamos a mano derecha con la isla Manzanillo y ya la ciudad cada vez se hacía más grande. Cada vez crecía el número de barcos en esa bahía.
Se empezaban a distinguir las cúpulas de la Iglesia San Pedro de Claver a nuestra izquierda. A la derecha, ya se veía el Fuerte de San Felipe de Barajas. Ya cuando íbamos llegando, encontrábamos a mano derecha de la lancha el fuerte San Sebastián, que es donde actualmente está el Club de Pesca de Cartagena. Total, después de andar y andar, como si no avanzáramos ni un centímetro, llegábamos por fin a Cartagena a eso de las cinco de la tarde. A esa hora el mar se picaba y las olas se volvían bravas. Por más lento que fuéramos, la lancha brincaba y tocaba agarrarse de lo que fuera para no dejarse sacudir por la marea. Ya el sol iba descendiendo y el ocaso se vía completamente rojo. Ya se veían las casas, los edificios que habían… Ya uno sentía cerca de la ciudad.


Cartagena de Indias
Atarceder en Cartagena de Indias

En Cartagena atrácabamos en un puerto que había ahí, frente a la Torre del Reloj y hasta ahí llegó el viaje. Ahí la lancha atracaba en el muelle. “Bueno, se acabó el viaje”, decía el Capitán y se bajaba uno y recibía su baúl. Entonces había un caño que pasaba por frente a la Torre del Reloj que tenía unos tablones para que uno pasara y uno por fin pisaba Cartagena.

Ahí estaba el Mercado Público –donde está ahora el Centro de Convenciones–. Ese pedazo de la bahía al que uno llegaba se llama la bahía de la Ánimas: ahí era donde atracaba la lancha.
Cuando uno llegaba a Cartagena: ¡Erda! ¡Esa bahía olía a mierda! Eso era una porquería. Olía a podrido porque esas aguas ahí no se movían. Ahí en esa bahía todo el mundo se cagaba y tiraban vainas al agua. Esa agua olía a demonios.
Total: ¿Cuántas horas fueron? ¡Fíjate tú! ¡32 horas nos tirábamos para llegar a Cartagena!


***

Vida estudiantil en Cartagena de 1943

Ya de ahí buscábamos cualquier pensión cerquita al colegio mientras abrían las fechas para los exámenes de admisión. En esa época había internados. ¿Por qué? Porque uno iba de la provincia a la capital y entonces no tenía uno donde vivir porque la familia de uno se quedaban acá en los pueblos. Por eso todos los colegios tenían internados.
Entonces el Colegio Departamental de Bachillerato Anexo a la Universidad de Cartagena, cuando era público, tenía internado. ¡Era el mejor colegio que tenía la Costa! Y fuimos al colegio a los dos días y nos presentamos para el examen los demás compañeros, mi hermano Lisipo y yo.
¿Qué cómo se enteraban en la casa si habíamos llegado bien? Preguntaban los familiares en el puerto de Montería a los tipos de la lancha: “¡Ajá! ¿Y cómo les fue?” Y listo. Y cada vez que llegaba la lancha los viernes a Cartagena, uno iba a preguntar si había llegado una encomienda, una carta, alguna vaina. Y mandaban cosas que habían allá en la casa: frutas, queso, suero, cualquier vaina.

"Pero esas encomiendas eran la patada cuando uno llegaba al internado con ellas. ¡Mejor dicho, tú tenías que coger y darle a todo el mundo porque o sino ¡RA!: te lo robaban! “¡Ven acá! ¡Muchachos, ahí les doy un poquito! ¡Listo! ¡Ya!”, pa’ uno poder comer porque o si no, no comía".

En el internado dormíamos en un salón grande y ahí había de todo. Había camas de madera, con tablas y un petate –como una alfombra de hebra finita–. Teníamos un sifonier donde metíamos la ropa, las encomiendas y las cosas. Y claro que había gente maliciosa. A los que no daban vainas de las encomiendas, los cogían y les cargaban la cama y les cogían las cosas (risas). Cuando despertaba, te habían robado todas las vainas. Era una época muy bonita. Era una época muy linda.

Yo tenía un acudiente en Cartagena, don Armando de la Espriella, un gran amigo de mi papá. Todos los sábados yo iba allá cuando salía del colegio y él me daba 50 centavos: una monedona grandota. Con esos 50 centavos compraba El Peneca, que era una revista chilena de cuentos en una papelería que estaba ahí en la esquina del colegio. Y compraba lo que necesitaba y apartaba la plata para todos los días: para tomarme una chicha en la mañana y al mediodía o después por la tarde.

Había una tienda, El Café del Estudiante, que quedaba dentro del colegio, que era barato. Después existió la Kola Román que era la verraquera. ¡Jueputa! ¡Y todavía sigue siendo buena! ¡Todavía sigue siendo buena! ¡Es la única que sirve! ¡Es la única que yo tomo!



En la esquina cuando uno salía del colegio, en la misma esquina, había un parquecito, ahí en la misma esquinita, había una tienda de una santandereana que vendía caraqueñas. Ahí conocí la caraqueña: ¡sabrosa que las hacía la santandereana!

¡Mira, tigre! Una libra de azúcar valía un centavo, ¿ya? ¿Listo? Con eso puedes más o menos hacer un cálculo. Yo pagaba en el internado, cuando entré al del Colegio Departamental de Bachillerato Anexo a la Universidad de Cartagena, 18 pesos. Eso costaba la pensión. Y pagábamos porque la mayoría eran becados, 2 pesos más, para entre 9, hacer 18 pesos para un becado adicional: un supernumerario. Eso lo recogía el colegio y ponía otro estudiante más a estudiar.
Cuando nuestro grupo terminó el bachillerato, se terminó el internado. El Colegio Departamental de Bachillerato Anexo a la Universidad de Cartagena se transformó en el Liceo Bolívar.

Cartagena vista desde el Cerro de la Popa

De Cartagena a Montería


La lancha salía de regreso a las siete de la noche de Cartagena para Montería. El recorrido era el mismo: de Cartagena al Canal del Dique; del Canal del Dique a Punta de Tigua, todo igualitico.
Mar Caribe

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Nota de paso. En una ocasión, viniendo de Cartagena hacia Montería, nos cogió en la noche luego que salimos a bahía de Barbacoas, saliendo del caño del Estero, una tempestad: ¡pero horrible! ¡Ma-ma-de-aguacero bravo y duro!
En eso había brisones, olas bravas, truenos y toda la vaina. Y entonces el capitán ese –que era un práctico del carajo– sabía por dónde meterse para controlar el asunto. Y encontró una ensenada cerca y se metió ahí para que esperáramos. Ese día que te cuento, cuando pasó la tempestad y la lancha ya no se tambaleaba con esa fuerza, oscureció muy rápido y no se escuchaba nada en esa calma. Claro, nos escuchábamos nosotros, pero era como estuviéramos flotando a oscuras en la nada.
Entonces nosotros nos acercamos a la baranda de la lancha a mirar lo que el reflejo de la luna nos dejaba. Mirábamos el agua y nos rodeábamos pa’ hablar un rato. Cuando de repente: ¡Qué espectáculo tan hermoso! Yo nunca había visto eso. Ni lo he visto más. Se veían, como cuando tú ves en las películas la Quinta Avenida de Nueva York, donde pasan el poco de carros por la noche y se ven esos faros y luces de distintos colores; bueno, así se veía en el agua un montón de farolitos de colores moviéndose rápidamente para todos lados. ¡Qué vaina tan hermosa!
Eso era como las diez o las once de la noche. Oscu-uu-ro, oscuro, oscuro. ¡Qué vaina tan bella en el fondo de la bahía esa! ¿Qué crees que eran? Eran peces que tienen fósforo y alumbran por la noche. ¡Qué vaina tan bonita! Yo más nunca he vuelto a ver eso porque no he estado en el mar por la noche en otra ocasión. Así que bueno, ya con la lancha moviéndose menos por la fuerza del mar, ya podíamos salir otra vez a continuar con el recorrido.


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Bueno, volviendo al viaje, la cosa es que subíamos por Cispata por la madrugada. Y de ahí pa’lante era un espectáculo porque ya era de día: entonces ya uno veía lo que pasaba. Veía los manglares por los lados llenos de aves. Y uno veía por qué era que San Bernardo del Viento cambiaba de lugar a cada rato: ¡se veían todas esas curvas y maniobras que tenía que hacer el maquinista en el río Sinú! Ahora, si bajando era como era, ahora imagínate cómo era subiendo contracorriente.
En ese recorrido de vuelta, en el bajo Sinú, conocí cómo sembraban el arroz en esa zona. Esas tierras eran inundables porque el río, que en esa época tenía mucho caudal, se desbordaba en el invierno, y que todavía se desborda, y se formaban ciénagas en esa zona. Entonces los campesinos sembraban arroz forastero.
¿Cómo lo sembraban? Sembraban los semilleros y cuando las matas estaban altas, como de 30 o 40 centímetros, las plantaban en esa tierra que estaba inundada. El campesino que iba en canoa enterraba con la mano esas plantas en la tierra, que estaba debajo del agua, dejándoles un pedazo afuera del agua para que no se muriera. Ya con eso los campesinos sabían donde tenían los cultivos y donde más podían cultivar. Entonces esperaban a que llegara el verano más intenso, y cuando las plantas ya habían producido sus frutos, las recogían y las almacenaban en unos ranchos que ellos hacían con techo de palma. Ahí entonces colgaban el arroz.

"Ellos sembraban en el invierno y recogían en el verano".
Hubo una cosa que me llamó la atención, y que no conocía, que era el chavarrí. El chavarrí es un animal que parece un pavo pero que tiene unas espuelas y son bravos y forman un escándalo por cualquier vaina.

–¿Y qué animal es ese? –preguntaba cuando lo veía caminando encima de los techos de palma.

–Es un chavarrí– me decían.

–¡Ah! Mira que no lo conocía –contestaba.

Ahí conocí ese animal. Y no lo he vuelto a ver más por eso lo hay es allá en el Bajo Sinú. Allá era pura Tierra Mojada. El escritor y médico Manuel Zapata Olivella, que fue de Lorica, tiene una novela con ese mismo título que narra cómo los potentados y terratenientes iban apropiándose de esas tierras despojando a los campesinos que cultivaban ahí.

Entonces llegábamos a San Bernardo del Viento otra vez. Dele pa’rriba y llegue a Lorica. Entonces de pronto se nos daba con el cuento de bañarnos en el río. Entonces, cuando llegaba la lancha a Cereté y hacía la parada mientras se subían los pasajeros, nos tirábamos al río para pasarnos de lado a lado el caño Bugre. ¡Y ese caño Bugre sí era peligroso! ¡Yo casi me ahogo ahí! Crucé de un lado y cuando regresé, y me fui a montar por el borde de la lancha y no pude: ¡me estaba chupando el río!

Entonces, me dejé descolgá y esas lanchas normalmente tenían un botecito amarrado atrás, una canoita. Así que de ahí me agarré y le dije a los muchachos: “¡Miren, muchachos! ¡Que esto me está alcanzando y no me puedo montar de nuevo!”. Entonces se subieron en una canoa y me ayudaron a montarme. Bueno, eso fue en Cereté. Cuando el caño Bugre, o mejor dicho el río Sinú, era verraco y por ahí se viajaba.


Niños bañándose en el río Sinú 


"Ya cuando uno llegaba al puerto de Montería ya era de tarde-noche. Uno se bajaba y se iba pa’ la casa".

Mi papá estaba trabajando y mi mamá estaba en la casa. De pronto los hermanos iban a recibirlo y la vaina, pero uno se iba solo. Si uno se defendía solo en Cartagena, qué iba a perderme en Montería. Ya uno estaba grande. Así que me conseguía una carreta o un coche, que eso era lo que había aquí, y uno le pagaba cualquier cosa a un tipo de esos del puerto para que cargara el baúl.
Uno se iba caminando, al lado del tipo, hasta la casa que quedaba muy cerca. Yo vivía en la carrera segunda con calles 32 y 33, en donde actualmente está el hotel Alcázar. Ya uno llegaba, te recibía tu mamá y ya. Llegabas a tu casa luego de cinco o seis meses de ausencia. 

Esa es la historia de los viajes en esa épca en el río Sinú, campeón. ¡Ahí tienes una buena lección de geografía del país! (Risas).


William Puche Barraza y Androcles Puche Puche.
Montería, noviembre de 2014.